miércoles, 2 de octubre de 2013

"Era atardecer miércoles." Primera parte

Muchas veces, cuando llegaba tarde de la facultad me preguntaba si todo aquello por lo que me esforzaba, merecía realmente la pena. ¿Qué nos espera después? Un trabajo que no nos interesa lo más mínimo, que no nos llena y nos amarga la vida ligeramente. Yo no quería aquello. Para qué acumular carreras cuando nunca vas a poder ejercerlas. Alguien me hizo cambiar de opinión. Me hizo darme cuenta de que estaba completamente equivocada. 

Le veía cada día en una de las calles que tenía que atravesar para llegar a la universidad. Una pequeña gorra raída por el tiempo se posaba frente a él, esperando la metálica suavidad de una moneda pequeña. Nunca billetes. No he conocido a una persona más educada que él. Jamás pedía. Si le daban algo era bien recibido, sino, tan sólo veía como se alejaba en la distancia. Siempre me daba los buenos días, y cuando volvía a pasar junto a él para volver a casa me daba las buenas noches con una sonrisa torcida y envejecida por el polvo de las calles. Era rara e inusual su ausencia, pero yo la notaba. Era una compañía que inconscientemente llevaba conmigo todo el día. Cuando me daba cuenta su sonrisa ya estaba allí, bajo su incipiente barba y su largo flequillo.

Nunca había podido apreciar el color de sus ojos, ni el sonido de su voz, pues siempre murmuraba sin entonación, aunque yo siempre le entendía. 

Se me había pasado muchas veces por la cabeza, pero aquel momento fue más que decisivo. Sabía que a partir de aquel momento nadie me tomaría en serio, en todo caso, por loca. Quizás llevasen parte de razón, pero no me importaba. Para mí, la locura que corría por mis venas era más que aceptable, y él me entendía. Caminaba con paso lento y desganado. Ya entrada la noche y llegando tarde. Era atardecer miércoles, y como tenía por costumbre, al pasar junto a mí compañero, le dejé unas monedas. Siempre me agachaba para ponerme a su altura y poder descubrir su mirada entre la oscura maraña de pelo negro, pero nunca lo conseguía. Cuando comencé a subir, mi cuerpo fue frenado en seco. Algo que nunca hubiese imaginado, estaba ocurriendo. Aquel muchacho me había cogido de la mano. Volví a agacharme y me quedé mirándole fijamente mientras la sostenía. El pulso se me había acelerado. La sangre recorría a la velocidad de la luz mi cuerpo, que estaba más receptivo de lo que lo había estado nunca hasta entonces. Había estado llorando, él lo sabía sin ni siquiera mirarme. Soltó mi mano un segundo para recorrer mi mejilla intentando borrar el eco de borrosas lágrimas. Me temblaban las manos, pero no dude en acercarme más a él y retirarle la capucha con la que siempre se cubría. Su melena quedó al descubierto. Le retiré el pelo de la cara con suavidad, y miedo. No quería que mi gesto le molestase. Tan sólo quería ver sus ojos. Unos ojos que por primera vez se posaron fervientes sobre los míos. 

- Más bonita de lo que yo creía. – se limitó a susurrar tras recorrer con su iris cada milímetro de mi rostro. 

Volvió a cogerme de la mano. Las rodillas me estaban matando, el dolor de las articulaciones era inaguantable. Me levanté para estirar las piernas. Él me copió el gesto y se levantó conmigo. 

- Niña, ten cuidado, que te quiere robar. – me gritó una señora mayor desde una ventana del edificio que quedaba a mis espaldas. Yo me limité a sonreírle. 

En ese momento me di cuenta de lo loca que estaba llevándome a un extraño a casa. No sabía lo que estaba haciendo hasta que entré al portal y le observé entrar mientras le sostenía la puerta. El silencio no era incómodo mientras ascendíamos piso tras piso. Su presencia era agradable para mí. 
La luz del ascensor le cegó por un momento, volviendo su paso torpe. Le guié poniendo una mano en su espalda. Me puse como una loca a buscar las llaves de casa sin acabar de dar con ellas. No había día que no me pasara lo mismo. 

Él metió una mano en uno de mis bolsillos de la cazadora vaquera que llevaba puesta, le miré con un ápice de desconfianza que enseguida desapareció como si nunca hubiese pasado por allí.

- Los martes por la mañana siempre las guardas aquí. Hoy, están en tu bolso izquierdo del pantalón.

Sacó su mano vacía del bolsillo de mi cazadora. Yo llevé la mía hasta el bolsillo del pantalón. Sólo un segundo bastó para que el roce metálico de las llaves me volviese del todo confusa.

- Llevo mucho tiempo observándote. – alegó. Estaba más que segura que me conocía mejor que yo misma.  

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