lunes, 22 de abril de 2013

Recuerdos de la Alhambra


Nunca había sido muy aficionada a los conciertos de guitarra española. La guitarra siempre me había gustado, su sonido tan de aquí, tan enraizado en la cultura, que todo el mundo da por hecho que te tiene que gustar sí o sí.

Uno de mis deberes pendientes, precisamente era ese, aprender a tocar ese bello y curvoso instrumento. A mecerlo entre mis brazos y tocarlo dulcemente con los dedos. Arrancar de su cuerpo dormido cada nota con la yema rosada por el continuo roce.

Recuerdo la primera vez que escuché aquella pieza. Sin duda tenía una profundidad bien nostálgica y amarga, su mismo nombre lo indicaba “Recuerdos de la Alhambra”. Nunca he estado en Granada, ni he visto la Alhambra, pero bien sé que es eso de la nostalgia y la tristeza. El añorar cosas del pasado que nunca más volverán, por mucho que uno se empeñe en aferrarse a ellas y no dejarlas escapar. Nunca lo harás. Lo sabes. Pero sientes que si por un segundo las olvidas, quedarán desterradas para siempre jamás.

Iba en coche con mi primer novio. Tenía un descapotable. Un Renault Megane descapotable de color amarillo, ese modelo cuyos faros traseros parecen grandes ojos de mosca. Bastante característico, pero para mi gusto bien feo. Hacía un día perfecto, el sol lo arrasaba todo a su paso con su ardiente luz, la brisa tenía la temperatura ideal, y de vez en cuando alguna nube surcaba el cielo para completar el horizonte.

Llevábamos la capota guardada, las ventanillas subidas a la altura perfecta para que el pelo se proyectase hacia atrás. Notaba como se me enredaban los mechones en el aire, y como el calor de primeros de abril hacía mella en mis mejillas, sonrojándolas levemente. Me extrañó la rara elección de música aquella tarde. No era para nada propio de él, era más bien todo lo contrario.

Quizás quisiera enamorarme. Y me enamoré.

Pero no de él.

Me enamoré para siempre de la armonía, de cada nota que la guitarra lloraba en un recuerdo lejano. De todo aquello que extrañaba, quizás su antiguo dueño, quizás cuerdas perdidas en el camino. Sueños estrellados de concierto. Lágrimas mudas en su boca. Delicadas caricias por su desnudo cuerpo.

Cerré los ojos, confiando en la buena conducción de Pablo, y me dejé llevar. Estaba anocheciendo cuando los volví a abrir. Me había llevado al mar, a la vera de un faro. El sol remitía sus últimos halos de luz para deshacerse, a lo lejos, donde el mar parecía tener su fin. No había nadie alrededor. Estábamos solos. La canción seguía sonando sin cesar entre nosotros. Repitiéndose una y otra vez (como yo le había pedido, estando aún en el centro de la ciudad). Me besó como nadie lo había hecho antes, y cuando me quise dar cuenta me estaba haciendo el amor. Y fue como si la propia música me llevase al borde del orgasmo. Arañando con los dedos el clímax del auténtico placer. Desgarrándome desde dentro y suplicando hacía fuera que no cesase jamás. 




domingo, 21 de abril de 2013

Arabesca número 1


Tenía por costumbre tocar alguna pieza al piano antes de acostarse. Nunca había importado la hora que fuese, siempre había tiempo en la noche para aquella desconexión del mundo, y flotar en el Universo mientras tocaba.

Aquella noche sus dedos entretejían la preciosa Arabesca número uno de Debussy. Siempre le había gustado mucho aquella pieza. Cada vez que la tocaba podía sentir como dejaba su cuerpo y volaba hacía lugares desconocidos. Sentía la brisa del cielo a flor de piel, y la velocidad de su vuelo quemaba en su ropa. A veces, llegaba incluso –tras terminar de tocarla- a desconocer por completo si aquello había sucedido realmente, o si, por el contrario, tan sólo había sido un mero juego más de su incansable imaginación.

Cuando la obra llegó a su fin, se levantó de forma elegante como si acabase de participar en un concierto y tuviese que hacer una pequeña reverencia al público en señal de saludo y gratitud por los aplausos recibidos.

Se dirigió a la cocina enfundada en un delicado albornoz de algodón rosado, tomó un vaso frío de agua, y volvió a la habitación en donde se metió en la cama y apagando la luz de la cómoda, cerró los ojos y entró en un apacible sueño en el cual no dejaba de sonar de fondo la pieza tocada hacía un rato al piano con sus manos.

El teléfono la despertó poco después del amanecer. Sólo una persona despistada y atolondrada como Abby la llamaría a esas horas, sin embargo, nunca le importaba escuchar su voz al otro lado, llamara para lo que llamase, siempre que la escuchaba sentía que todo iba bien y que podía estar tranquila.

Tras una conversación un tanto absurda para aquellas horas de la mañana, Gemma, con una sonrisa en la cara, y una infinita sensación de tranquilidad, volvió a enroscarse entre las sábanas sin esperanza alguna de poder volver a conciliar de nuevo el sueño.

El despertador sonó dos horas después, y para su sorpresa, había conseguido conciliar el sueño y de manera increíblemente profunda, tal fue así, que el despertador ya había sonado dos veces antes.
Se levantó de la cama,  con todos los actos que llevaría a cabo en ese momento, mecánicamente memorizados. Es lo que tenía la rutina, que cuando los mismos pasos te llevan siempre al mismo destino durante semanas, acabas recordándolos sin ningún problema.

Fue a la cocina, abrió uno de los armarios superiores y sacó una taza de cerámica color azul claro. A unos pasos en sentido contrario volvió a hacer el mismo procedimiento y sacó el cacao, -aunque tuviese 23 años el café seguía sin acabar de entusiasmarle, el chocolate, sin embargo, seguía siendo su adicción- a su derecha, abriendo el primer cajón encontró la cuchara. Cuando ya tenía sus dos cucharaditas de cacao en la taza, guardaba el bote, cerraba el armario y, moviéndose un poco más a la derecha, en la nevera, cogía la leche y la vertía en la taza hasta llegar casi hasta el borde. El mismo procedimiento que con el bote de cacao volvía a repetirse con la leche.

Se dirigió al otro extremo de la cocina para meter la mezcla en el microondas. Mientras ésta se calentaba y no, ella aprovechaba para ir al baño y lavarse la cara, también para hacer el pis mañanero que nunca faltaba.

El pitido que avisaba de que su desayuno estaba para tomar, sonaba siempre justo cuando estaba a punto de terminar de aplicarse la crema hidratante, -primero se echaba crema exfoliante y con sus dedos largos y esbeltos masajeaba su cara con esmero profundizando en la zona de la nariz y los mofletes, a continuación se aclaraba con agua tibia, y se echaba la crema- cuando terminaba la guardaba y se lavaba las manos. Volvía a la cocina, sacaba la taza y apagaba el microondas. Dejaba el desayuno sobre la mesa e iba hasta la salita donde encendía la televisión y ponía el canal de las noticias, regresaba a la cocina a por el cacao y se sentaba en el sofá durante aproximadamente media hora –lo que duraba el telediario matutino en general- mientras bebía pequeños sorbos.

Cuando terminaba –dejando el ruido de la tele de fondo- fregaba la taza y la cuchara y las dejaba secar sobre la bayeta. Volvía a la habitación donde cogía la ropa preparada la noche anterior y de regreso en el baño se lavaba los dientes, se vestía y se peinaba. Ponía un poco de carmín rosado en sus labios y se perfumaba.

Cuando daba la hora cogía el bolso, salía de casa cerrando la puerta con llave, e iba sin prisa –pero sin pausa- hasta la estación de bus urbano, a pocos metros de donde vivía.