Nunca había sido muy aficionada a
los conciertos de guitarra española. La guitarra siempre me había gustado, su
sonido tan de aquí, tan enraizado en la cultura, que todo el mundo da por hecho
que te tiene que gustar sí o sí.
Uno de mis deberes pendientes,
precisamente era ese, aprender a tocar ese bello y curvoso instrumento. A
mecerlo entre mis brazos y tocarlo dulcemente con los dedos. Arrancar de su
cuerpo dormido cada nota con la yema rosada por el continuo roce.
Recuerdo la primera vez que
escuché aquella pieza. Sin duda tenía una profundidad bien nostálgica y amarga,
su mismo nombre lo indicaba “Recuerdos de la Alhambra”. Nunca he estado en
Granada, ni he visto la Alhambra, pero bien sé que es eso de la nostalgia y la
tristeza. El añorar cosas del pasado que nunca más volverán, por mucho que uno
se empeñe en aferrarse a ellas y no dejarlas escapar. Nunca lo harás. Lo sabes.
Pero sientes que si por un segundo las olvidas, quedarán desterradas para
siempre jamás.
Iba en coche con mi primer novio.
Tenía un descapotable. Un Renault Megane descapotable de color amarillo, ese
modelo cuyos faros traseros parecen grandes ojos de mosca. Bastante
característico, pero para mi gusto bien feo. Hacía un día perfecto, el sol lo
arrasaba todo a su paso con su ardiente luz, la brisa tenía la temperatura
ideal, y de vez en cuando alguna nube surcaba el cielo para completar el
horizonte.
Llevábamos la capota guardada, las
ventanillas subidas a la altura perfecta para que el pelo se proyectase hacia
atrás. Notaba como se me enredaban los mechones en el aire, y como el calor de
primeros de abril hacía mella en mis mejillas, sonrojándolas levemente. Me
extrañó la rara elección de música aquella tarde. No era para nada propio de
él, era más bien todo lo contrario.
Quizás quisiera enamorarme. Y me
enamoré.
Pero no de él.
Me enamoré para siempre de la
armonía, de cada nota que la guitarra lloraba en un recuerdo lejano. De todo
aquello que extrañaba, quizás su antiguo dueño, quizás cuerdas perdidas en el
camino. Sueños estrellados de concierto. Lágrimas mudas en su boca. Delicadas
caricias por su desnudo cuerpo.
Cerré los ojos, confiando en la
buena conducción de Pablo, y me dejé llevar. Estaba anocheciendo cuando los
volví a abrir. Me había llevado al mar, a la vera de un faro. El sol remitía sus
últimos halos de luz para deshacerse, a lo lejos, donde el mar parecía tener su
fin. No había nadie alrededor. Estábamos solos. La canción seguía sonando sin
cesar entre nosotros. Repitiéndose una y otra vez (como yo le había pedido,
estando aún en el centro de la ciudad). Me besó como nadie lo había hecho
antes, y cuando me quise dar cuenta me estaba haciendo el amor. Y fue como si
la propia música me llevase al borde del orgasmo. Arañando con los dedos el
clímax del auténtico placer. Desgarrándome desde dentro y suplicando hacía
fuera que no cesase jamás.